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El milagro que pudo ser

Corría el año de nuestro señor de 1468 cuando las tropas del duque de Alburquerque, don Beltrán de la Cueva, valido del rey castellano Enrique IV, entraron en el Señorío de Molina a través de Milmarcos y Fuentelsaz.

El duque pretendía tomar posesión del señorío, tras recibirlo de manos del Rey en una acción que contravenía el Fuero molinés y que despreciaba la tradicional independencia de estas tierras.

El Rey parecía desconocer la historia del Señorío, puesto que su antecesor el Fraticida ya tuvo que emplearse a fondo para calmar los ánimos de los molineses, celosos defensores de sus fueros y prerrogativas.

En esa ocasión los ánimos andaban especialmente revueltos en Molina: aunque hay quien afirma que la decisión real fue el origen del enfrentamiento entre los propios molineses, entre partidarios del rey y sus detractores, en realidad lo que parece que ocurrió es que el asunto sólo vino a sumarse a la rivalidad existente entre las principales familias de la ciudad.

En cuanto llegó noticia de la entrada de los de Alburqueque, los levantiscos molineses se pertrecharon y partieron a su encuentro, por el camino que hoy recorremos para ir a por morcillas.

Aquí, en Milmarcos, los piadosos caballeros del duque decidieron escuchar misa antes de la batalla, no fuera a ser que las cosas fueran mal dadas, que no es cosa de dejar este mundo sin contar con buenas referencias en el otro.

Estaban en ese piadoso cometido cuando uno de los presentes, hijo del duque, joven y recién casado, vio como las santas formas se tenían de rojo, lo que rápidamente interpretó como un augurio, un aviso divino sobre las dificultades que debían afrontar.

Parece que se lo contó a sus compañeros, pero éstos, panda de descreídos, no sólo no le hicieron caso, también se burlaron del joven: le achacaron que se reciente casorio le había obnubilado el seso y que estaban más pendiente de volver al lecho con su recién casada que aplicarse al oficio de las armas.

Y así les fue…

En el termino municipal de Rueda aún se conserva la memoria de un lugar llamado El Campo de la Matanza, dónde los partidarios del duque se llevaron una buena tunda, de tal calibre que don Beltrán decidió dejar las cosas como estaban y permitir que el Señorío conservara su estatus y fuero.

Una lástima que no hicieran caso al joven enamorado: no tanto por el acontecer histórico, que vaya usted a saber si les hubiera ido mejor a los molineses bajo el noble que a las órdenes de su Rey, sino por el hecho de que ahora, si no hubieran sido derrotados, quizás podríamos estar celebrando un milagro genuinamente milmarqueño. No tendríamos que levantarnos a deshoras para irnos hasta Jaraba; quizás incluso podríamos estar compitiendo en fama y turismo con Daroca y su famoso Milagro de los Corporales, al que tan sospechosamente se parece nuestro malogrado aviso de la providencia.

Ya se sabe, si ganas es milagro, si pierdes, te quedas en funesto presagio.

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