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La Malacara, una historia cubana

Suena a tango, pero es más bien una bolero o quizás una guajira. Situada sobre los Pradillos, la Malacara podría deber su nombre a un personaje cuya historia, si es cierta, merecería figurar en los libros de Historia, al menos en aquellos donde se permite hablar de putas, alcohol, españoles rijosos y cubanos rebeldes.

Dicen los que saben, que La Malacara es un paraje de tierras poco productivas, orientado al norte, que se puede ver desde el pairón del camino de Hinojosa. Y que precisamente su nombre se deriva de esa condición de tierra si valor.

Hay otra explicación mucho más atrayente, algo inverosímil, eso si, publicada en la revista Cuaderno de Etnología de Guadalajara, en un artículo de Sinforiano García Sanz.

“Hubo en Milmarcos un guarda de campo que tenía el apodo de “Malacara” que fue combatiente en Cuba llegando por su valor a la graduación de sargento, contándose de él peregrinas hazañas, inclusive que cogió prisionero a Maceo pero que se le escapó en estas circunstancias: el sargento Malacara hace prisionero a Maceo y este, sabiendo lo jugador y mujeriego que era, le pide por favor que le deje despedirse de su mujer y sus hijos, ya que se figuraba que le fusilarían, al ser entregado a los mandos. Maceo guía a Malacara a una casa de citas diciendo a este que es su casa. Una mujer les recibe con grandes gritos y lloros, mientras se despide de su esposo en habitación cerrada. Aparecen nuevas mujeres que invitan al sargento y su escolta y empieza una gran bacanal.

Tarda mucho en aparecer Maceo e impaciente Malacara y los suyos asaltan la habitación donde pasó aquel en unión de la mujer y con estupor ven que aquella habitación tenía una segunda puerta por donde el prisionero huyó. Malacara es degradado y termina en Milmarcos como guarda de campo, borracho y jugador. Hay un paraje en el término municipal de este pueblo al que llaman “la Malacara” y parece ser que le viene el nombre porque allí dormía sus cogorzas”.

El autor no explica quien le contó esa historia, ni dónde. Por mi parte,  me imagino a uno de nuestros abuelos, sentado bajo el olmo, soltando el cuento al forastero mientras el resto de vecinos, socarrones, asentía en silencio.

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