La huasera (huesera o güasera, según quien lo pronuncie) fue hasta hace relativamente poco el último lugar de reposo de los milmarqueños, el lugar donde se depositaban los huesos de los enterrados bajo el pavimento de la iglesia.
Aunque hoy nos parezca mentira, durante doscientos años utilizamos el suelo de la iglesia parroquial para enterrar a los muertos, siguiendo la práctica común en toda Europa desde la caída del Imperio Romano. Los más ilustres del lugar lo hacían bajo lápidas monumentales (como la recientemente descubierta) o en lo bajos de los altares o capillas, mientras que el resto se amontonaba en fosas sin adorno alguno.
Cada cierto tiempo se procedía a hacer sitio para nuevos inquilinos, se recogían los restos más antiguos y se depositaban en los osarios o hueseras (tal y como se dice en castellano de Castilla) normalmente instalados en los muros exteriores de la iglesia.
Estas prácticas tan poco higiénicas comenzaron a cuestionarse en el siglo XVIII, a partir de la difusión de una serie de argumentos ilustrados, relacionados con la higiene y la sanidad -entre otras cosas, eran focos de infecciones y malos olores- , junto con otros rumores un poco menos científicos en el que se mezclaban la peste, el diablo, el infierno y las brujas.
La primera legislación española relativa a esta práctica data de 1787, año en el que Carlos III decreta la primera de las múltiples normas que prohibía enterrar en los recintos eclesiales y que abogaba por la construcción de cementerios extramuros de las poblaciones. Sin embargo, no fue hasta mediados del siguiente siglo, el XIX, cuando realmente se impuso la nueva norma, y para ello tuvo entrar en juego una fuerza mucho más efectiva que el difuso poder administrativo de la época: el cólera morbo.
Esta enfermedad, las cuatro pandemias que azotaron la Península, provocó la muerte de más de 800.000 personas en los reinos de España. La primera de ellas fue tan virulenta que las iglesias/cementerio se vieron desbordadas y obligó a las autoridades a promover un edicto especial para la construcción de recintos en las afueras de los pueblos, especialmente en las zonas donde se cebó la enfermedad, como es el caso de Guadalajara y la comarca de Molina.
El primer caso de esta epidemia y consiguiente edicto real se produjeron en 1833, el mismo año que figura en la inscripción que tenemos en el actual cementerio y que supuestamente establece el año de construcción del que hubo en Jesús.
Un camposanto, por cierto, que estuvo en funcionamiento muy poco tiemp. Seguramente por su muy desafortunada ubicación: aguas arriba del pueblo, en una escorrentía natural que surte a los pozos particulares de muchas viviendas de la parte más baja del pueblo.
Desconocemos cuando se construyó el nuevo reciento, aunque contamos con la memoria popular , todavía hay quien recuerda que alguien le contó que los muertos se velaban en la la ermita de Jesús, y con las inscripciones de las lápidas y cruces más antiguas, fechadas en los primeros años del siglo XX.
Comments are closed.